Desde niña crecí con la convicción de que un día iría lejos de aquel país triste y tenebroso. No sólo creía por lo que oía decir a personas más sabias que yo, sino porque en el fondo de mi corazón yo misma sentía profundas aspiraciones hacia una región más bella. Lo mismo que Cristóbal Colón su genio le hizo intuir que existía un nuevo mundo, cuando nadie había soñado aún con él, así yo sentía que un día otra tierra me habría de servir de morada permanente” (Ms C 6v).

Leyendo los escritos de Teresa de Lisieux, me encontré con este fragmento que sorprende por la presencia de Cristóbal Colón, en medio de un pasaje que describe la gran nostalgia interior de Teresa por una tierra llena de luz y belleza que siente desde pequeña.

Me sorprendió la cita de este personaje emprendedor e intrépido que abrió el camino hacia un mundo nuevo y que se lanzó del todo a una aventura que él y quizás sólo él encontraba razonable aún en su locura. Sorprende que este personaje esté presente en la mente de Teresa precisamente cuando ella habla desde lo más íntimo del corazón, desde la estrechez más estricta. Sus horizontes se cerraron hasta quedar circunscritos solamente a la enfermería del monasterio del Caramelo de Lisieux, y más tarde hasta sólo los cortinajes que rodeaban su lecho de moribunda.

Aun así confiesa a su hermana María cuando ya sabe que está enferma: “... siento mi impotencia para expresar con palabras de la tierra los secretos del cielo; (...) Hay tanta variedad de horizontes, matices tan infinitamente variados...” (Ms B 1v).

Mis reflexiones se centrarán pues en los paralelos y las analogías que veo entre ella y el descubridor del nuevo mundo, y en como esta comparación puede ser una clave para entrar en el universo de la santa. Los dos están poseídos por dentro por una pasión: descubrir un mundo nuevo, una tierra nueva. Los dos atraviesan un mar con una barca frágil, se exponen a mil peligros. Los dos están íntimamente convencidos de que la victoria es para ellos.

La pasión de Teresa es el amor. El océano por donde navega su barquichuela es el amor inmenso de Dios (cf. Ms C 34r), la tierra que anhela es la patria del cielo, estar para siempre con Dios, con Jesús. “« La vida es tu navío, no tu morada» (de un poema de Lamartine). (...) la imagen del navío sigue cautivando mi alma y la ayuda a soportar el destierro... ¿No dice la Sabiduría que la vida es «como nave que surca las aguas agitadas sin dejar rastro alguno de su travesía...?»” (Sb 5, 10; Ms A 41r).

Pero esta meta no es la orilla que nos espera al final del exilio, de la travesía. No es una experiencia religiosa intimista, individualista, cerrada. El amor es la vida misma de la creación y no tendrá fin. Y mientras vivimos en la barca de la existencia terrenal este amor ha de ser palpable, visible para todos. “... sobre todo, comprendí que la caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del corazón: «Nadie, dijo Jesús, enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa» (Mt 5,15 ). Yo pienso que esta lámpara representa la caridad, que debe alumbrar y alegrar, no sólo a los que me son más queridos, sino a todos los que están en la casa, sin exceptuar a nadie” (Ms C 12r).

Teresa es una mujer joven que con 24 años llega a experimentar el absoluto que es el amor, de forma totalmente apasionante, como mujer, como joven, como monja. Hace la experiencia del amor hasta morir de él. Su barca, es decir, todo lo que pertenece a su entorno, a la historia concreta, a su personalidad humana, todo lo que le sirve de herramienta y camino para llegar a la patria es de una pequeñez y de una estrechez tal, que por si mismos nunca nos harían pensar que esta “barca” fuera apta para una travesía de la envergadura que tuvo y continúa teniendo en la Iglesia y en el mundo.

Nace en una familia burguesa, vive en una ciudad provinciana de Francia a finales del siglo XIX. Lisieux no pasa de ser un lugar pequeño, replegado sobre sí mismo, en la Normandía que conoce el gris de las lluvias y de los inviernos largos y fríos, sobre todo húmedos, los veranos cortos, llenos de verdor, de flores y de pájaros, de belleza encantadora pero fugitiva. Teresa vive en una familia arraigada en este ambiente y que reproduce la imagen familiar donde la fe cristiana, la ternura familiar y la conciencia de pertenecer a una sociedad concreta burguesa formaban un conjunto inseparable que hoy suscita mas bien reservas que admiración. Y puede parecer a primera vista que su decisión de entrar en el Carmelo de la ciudad, donde ya estaban sus dos hermanas mayores no es sino la consecuencia del carácter de la familia, de la suave presión que ejercía la comunidad de las carmelitas sobre la familia Martin. Pero no hay nada de todo eso. Teresa, a los 14 años se da cuenta de que su barquilla está sobre el océano del amor, del abandono (cf. Ms A 68r), que la invita con verdadera pasión a deshacerse de las amarras y a navegar mar adentro por las rutas de la entrega total a Dios que la espera en el Caramelo. Las circunstancias por las que Teresa comprende todo eso no pueden ser más triviales para un observador de fuera. Teresa, la noche de Navidad ha de renunciar a ser tratada como hijita pequeña y mimada de su padre. Se ve ante una encrucijada definitiva de su vida: dejarse enseñorear por su temperamento excesivamente sensible y susceptible o vivir desde una fortaleza interior que es la misma fuerza de Dios que vive en cada persona. Se da cuenta de que “¡Jesús había cambiado su corazón!” (Ms A 45r). El impacto de la muerte de su madre, cuando Teresa tenía unos cuatro años, había dejado un rastro negativo en su personalidad de niña. Ahora “¡Teresita había vuelto a encontrar la fortaleza de ánimo que había perdido a los cuatro años y medio, y la conservaría ya para siempre...!” (Ms A 45r). Desde entonces la caracteriza esta fortaleza de alma. Con las palabras de san Juan de la Cruz expresa su vocación al Carmelo: «En la noche dichosa, / en secreto, que nadie me veía / ni yo miraba cosa, / sin otra luz ni guía / sino la que en el corazón ardía. / Aquesta me guiaba / más cierto que la luz del mediodía / adonde me esperaba / quien yo bien me sabía, / en parte donde nadie parecía» (Poesía “La noche”, estr. 3 y 4). “Ese lugar era el Carmelo. Pero antes de «sentarme a la sombra de Aquel a quien deseaba» (Ct 2,3), tenía que pasar por muchas pruebas. Pero la llamada divina era tan apremiante, que si hubiera tenido que pasar por entre llamas, lo habría hecho por ser fiel a Jesús...” (Ms A 49r).

Vence los obstáculos para entrar en el Caramelo a la edad de 15 años. Entra en una comunidad que estaba en un estado deplorable, según lo confiesa años más tarde su propia hermana. ¡Mal podía ver Teresa la santidad transparente y luminosa que ella se había podido imaginar! Incluso viviendo allí ya sus dos hermanas tan queridas, su “madrecita” Paulina y su madrina María,Teresa comprendió desde el primer instante que ella seguiría el camino que Jesús le ofrecía, el camino de la grandeza del amor totalizante, el camino de la verdad y la libertad.

Su camino de niña pequeña y consentida y superprotegida en el seno de su familia, no la condujo a una inmadurez incurable, gracias a la fortaleza que recibió de Dios y que ella puso en juego. El Señor la ayudó a esforzarse con toda la decisión de su juventud. Ella tenía la experiencia concreta de sentir, aún postulante, la necesidad de satisfacer el gusto de la sensibilidad y buscar en la priora unas gotas de alegría y afecto, y cómo había de luchar para pasar de largo y no entrar sin motivo en la celda de la priora. “Yo no vine al Carmelo para vivir con mis hermanas, sino sólo por responder a la llamada de Jesús. Intuía claramente que vivir con las propias hermanas, cuando una no quiere hacer ni la menor concesión a la naturaleza, iba a ser un motivo de continuo sacrificio” (Ms C 8v). Este dominio, esta autoeducación en su afectividad le valió una gran libertad a la hora de demostrar su ternura hacia todas las personas de su alrededor.

Leyendo sus escritos uno se queda deslumbrado, como ante un cristal que según entra el sol se ve todo lo que hay detrás de ese cristal y según como no se ve nada de nada. De repente, durante la lectura se siente uno víctima de la estrechez que por todos los lados rodea la vida de la protagonista, desde dentro y desde fuera de ella misma se puede experimentar una cierta angustia y repugnancia ante tanta pequeñez, tanta insignificancia, tanta cerrazón, tanto sufrimiento de poca monta. Hay largos párrafos en sus manuscritos sobre el ruidito que oye durante la oración producido por una monja que se muerde las uñas (Ms C 30v), o sobre la heroicidad de aguantar las salpicaduras en el lavadero (Ms C 31r). Pero, al momento siguiente se manifiesta una riqueza, una profundidad de vida, un paisaje interior de horizontes inabarcables, de una belleza y una claridad insospechadas que se quisiera correr tras el cristal y encontrarse con esta transparencia y luminosidad de vida que brota de este corazón de mujer. Detrás de la verdad de esta vida pequeña, cerrada, insignificante, se ha querido manifestar espectacularmente la VERDAD, la BELLEZA y la BONDAD. Cuando Teresa ya demasiado débil pocos meses antes de morir deja de escribir, aun pone de relieve todo su mundo interior en estas palabras: “Madre querida, quisiera decirle ahora lo que yo entiendo por el olor de los perfumes del Amado (Ct 1,3) (...) Sólo tengo que poner los ojos en el santo Evangelio para respirar los perfumes de la vida de Jesús y saber hacia dónde correr... No me abalanzo al primer puesto, sino al último; (...) Pero, sobre todo, imito la conducta de la Magdalena. Su asombrosa, o, mejor dicho, su amorosa audacia, que cautiva el corazón de Jesús, seduce al mío” (Ms 36v).

Volviendo a la imagen de la barca que navega en el océano del amor: la vida de Teresa de Lisieux no sólo es la barca pequeña y frágil sobre las aguas del amor, a la vez es, también, el océano. En ella se hace presente toda la realidad de la vida humana en su humilde condición de finitud por todos lados y la condición de hijos en el Hijo Jesús que contiene en sí mismo toda la gloria del Padre, todo el océano de la divinidad.

Teresa de Lisieux extraía este saber de la fuente de las Sagradas Escrituras. La Biblia era su libro; todo lo encontraba en ella. Todo lo que vive en su corazón es vida reflejada en el Libro de la Vida, en la Biblia. De aquí que Teresa no sólo cita incansablemente el evangelio y los otros libros del Nuevo y del Antiguo Testamento, sino que para describir su estado de ánimo, su vivir de cada día no encuentra mejor expresión que la misma Palabra de Dios. Las citas bíblicas no son un ornamento en sus escritos, son la esencia. La Palabra de Dios es a la vez palabra de Teresa.

Así es como la estrechez y la banalidad de una existencia humana en un “monasterio de clausura” de la Normandía del siglo XIX se convierte en una de las más bellas traducciones de la Palabra de Dios, del evangelio de Jesús de Nazaret.

Teresa espera llegar a la patria luminosa, después del exilio en una tierra de tinieblas, de frío y de dolor. Como Cristóbal Colón, no llegará sola, no se quedará sola en el cielo. Detrás de ella emprenderán la travesía multitud de hermanos y hermanas arrastrados por el empuje del amor que Teresa sabe contagiar a todos los que se le acercan:

“Al atraerme a mí, atrae también a las almas que amo. (...) Como un torrente que se lanza impetuosamente hacia el océano arrastrando tras de sí todo lo que encuentra a su paso, así, Jesús mío, el alma que se hunde en el océano sin riberas de tu amor atrae tras de sí todos los tesoros que posee... Señor, tú sabes que yo no tengo más tesoros que las almas que tú has querido unir a la mía. (...) Más de una noche me verá todavía cantar en el destierro tus misericordias. Pero, finalmente, también para mi llegará la última noche, y entonces quisiera poder decirte, Dios mío: «Yo te he glorificado en la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. He dado a conocer tu nombre a los que me diste, Tuyos eran y tú me los diste. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido y han creído que tú me has enviada (en femenino, en el original francés). (...) Padre, este es mi deseo : que los que me confiaste estén conmigo y que el mundo sepa que tú los has amado como me has amado a mí [misma] (en femenino, en el original francés)» (cf. Jn 17, 4-24; Ms C 34r-v).

Cuando escribe estas líneas, faltan pocos meses para que Teresa llegue al “nuevo mundo” de la eternidad, a la plenitud del amor, a la definitiva unión con su esposo, Jesús.

El 30 de septiembre de 1897 deja la barquilla y entra en las tierras del mundo nuevo que había soñado desde siempre. Y tras ella una multitud incontable sigue su “caminito” y se confía a las aguas del océano del amor, confiando con ella en la certeza del Amor del Padre que les espera.

El espíritu emprendedor de Cristóbal Colón, su genio de descubridor de un “nuevo mundo” es una imagen sugerente de la aventura existencial de Teresa de Lisieux: la osadía de abandonarse al amor infinito de Dios dentro de la pequeñez de una vida banal y escondida, confiando plenamente y contra toda evidencia en que las aguas del océano le llevarán a las orillas de sus deseos más fervientes: que el mundo conozca que amáis como Padre que ama a todos sus hijos, como has amado a esta “alma más pequeña que ninguna” (cf. Ms B 5v).


Cristina Kaufmann ocd
    Carmel de Mataró